Hace unos años una amiga de Facebook que resultó no ser muy amistosa hizo algunos comentarios sobre unas fotos mías tocando la flauta en alguna comunidad indígena de Chiapas. Decía que yo tocaba música clásica que esa gente probablemente no podía entender. Le dije que tocaba la música que a mí personalmente me gusta, melodías bellas y contemplativas que me parecen muy espirituales y que se pueden tocar con una flauta quenacho de madera. Le dije que no era como si tocara Schoenberg o Stockhausen o alguna música abstracta que requiriera un sentido moderno (quizá deformado) de la estética para ser apreciada. A menudo me enzarzaba en amistosos debates con mis amigos músicos a los que les gustaban las corrientes musicales más modernas. Yo les preguntaba por qué incluso una mente inculta en música puede encontrar muy bella una melodía de Bach o Mozart, pero ¿quién tendría una melodía de Stockhausen repitiéndose en su mente? Habría que estar loco o muy abstraído de la estética natural y atrapado en conceptos abstractos del arte del siglo XX para encontrar algún tipo de belleza en esa música. Es un ejemplo extremo, por supuesto. Sin embargo, muchas personas cultas y del “primer mundo” no pueden seguir una obra mucho más accesible de Beethoven o Mozart sin aburrirse o adormecerse.

Cuando llegué por primera vez a Jaltenango, solía ir por las tardes a meditar y tocar la flauta junto al río. Tuve muchas interacciones amistosas mientras lo hacía. Niños y adultos se acercaban a saludarme y a decirme que les gustaba la música y que querían ver mi flauta. Una vez, un hombre me trajo mangos de su rancho cercano al río cuando me oyó tocar junto a él. Tenía varias variedades de mangos que me traía y yo volvía para compartirlos con mis amigos. Nos hicimos amigos con algunas conversaciones. Un día me preguntó más sobre mi pasado y yo también le pregunté de dónde era. Sabía que la mayoría de la gente de esta región procedía de comunidades indígenas de Chiapas, después de que el gobierno pusiera en marcha algunos programas de distribución de tierras en los años cincuenta. La mayoría había perdido sus raíces indígenas, sólo hablaba español y se había integrado en la cultura mexicana dominante y marginada. Por su edad, supuse que no había crecido en Jaltenango.

Lo que me contó fue inolvidable. Era de una comunidad indígena de Chiapas. A los 13 años su familia lo vendió a un ranchero donde fue maltratado y sobreexplotado. Fue esclavo hasta los 16 años, cuando se consideró independiente y lo suficientemente mayor para ser liberado. Dijo que después trabajó duro y pudo comprar un terreno y empezar una vida. Había pasado por el alcoholismo y parecía tener una visión existencial de cómo sus traumas del pasado le llevaron al alcoholismo. Unos años antes escuché un relato que me ayudó a empezar a entender la situación existencial de tantos indígenas. Estaba en el CIDECII, una universidad cooperativa indigna de San Cristóbal. Una dirigente zapatista hablaba de este tema de la esclavitud moderna, de cómo las familias eran tan pobres que vendían a sus hijos a los rancheros. Deduje que ella había pasado por esa situación. Parecía una figura materna muy sabia, fuerte y admirable en la que mucha gente confiaba. Dijo que los malos tratos, los abusos físicos y/o sexuales eran muy comunes entre los niños indígenas vendidos como esclavos. Era tan común que se ha convertido en un tema central en la historia colectiva de los indígenas modernos.

Después de escuchar su historia me puse en su lugar y pude imaginar fácilmente lo fácil que sería perderse en alguna adicción como forma de hacer frente a traumas tan abrumadores. Recordarlo es personalmente un gran trauma pero también una gran alegría. Me hace sentir miserable ante la condición humana, pero también me da la esperanza de que todo puede sanar. ¿Cómo sería yo si hubiera pasado por esos traumas: un luchador callejero, un esquizofrénico, un yonqui de la heroína o simplemente un alcohólico? Era inconcebible. Lo que era aún más inconcebible es lo cálido y cariñoso que era este hombre a pesar de sus dificultades pasadas. He encontrado esta paradoja en muchos de mis amigos indígenas y he admirado sus corazones fuertes.